11 de junio de 2009


LA COPERA QUE FUE CASTIGADA CON EL TURNO MAÑANA



Erase un largo, largo local. Angosto como un pasillo. Asi era el cabarute “American” que estaba en la esquina de la avenida y la calle de mi trabajo.
En su interior una fila de mesas fingían ser un tren y al final del recinto habia una pequeña tarima donde hacían sus números los artistas programados. Estos merecerían un capítulo aparte por si solos, ya que para ser contratados por la dueña de aquel tugurio solamente bastaba tener ganas de trabajar por una mísera paga..
Allí supimos sufrir a cantores de tangos que hubieran merecido el patíbulo y minas que haciendo striptease no hubieran superado a mi vieja en esa tarea.
Como buen cabaret moderno, a decir de su propietaria “la rusa” Natasha, debía permanecer abierto las 24 horas, sobre todo porque cercano a ese local habia restaurantes y bares que estaban siempre abiertos y contiguo al local estaba el hotel “Mundial “ de un merecido respeto a medias.
Muchísimas veces al ir a trabajar, hacíamos escala previa en aquel tugurio, donde podíamos charlar con la penada de turno. Es que “la rusa” castigaba a sus empleadas haciéndolas trabajar el turno mañana. Allí podiamos encontrar semioculta dentro de una humareda de tabaco y porros, a una pobre mina, semidormida, “luciendo” una capa de pintura descomunal soportando estoicamente el castigo para poder seguir trabajando.
Allí conocí a Sonia, a la que solían castigar con el turno mañana mas que a ninguna otra por sus reiteradas peleas con los clientes. Era grandota como una luchadora, con sus treinta y pico a cuestas batallados en mil Trafalgares de la noche porteña. Tenia más filosofía práctica que Juan Pablo Feinmann o que los giles profesionales que deambulan por los canales de televisión.
A las 7 y media de la matina Sonia sólo esperaba la hora de irse a dormir, pero aceptaba una copa más y la charla con nosotros que solíamos arrimarle un poco del escaso afecto necesario como alimento para seguir tirando.
Por gentileza de aquella copera, la rusa había dispuesto que a nosotros y solamente a nosotros, nos sirvieran un café con leche pelado que abonábamos como en cualquier otra cafetería de la zona. Las facturas de grasa las traíamos de una panadería cercana y Sonia pellizcaba siempre un poquito de cremona o medialuna para sacarse el gusto agrio de la noche, como acostumbraba decir.
Sonia ya no lloraba su pasado, lo había hecho desaparecer como a su futuro.
Un buen día llevamos a un jubilado que estaba como instructor en nuestro trabajo. Este buen hombre vivía en Mar del Plata y en Buenos Aires se alojaba en el hotel contiguo al cabaret. Cuando vio lo que era aquella morocha argentina, el fulano volvió a renacer y creyó conquistarla con fino chamuyo y morlacos variados…El idilio duró como un mes, hasta que Sonita lo peló como gallina pal puchero.
Luego de esto Sonia desapareció del American y el jubilado aquel solia decir a quien quisiera escucharlo: “Quién me quita lo bailado?”